lunes, 13 de abril de 2020

El Brazo Izquierdo de Dios: Sandy Koufax fue más que solo un pitcher perfecto

El Brazo Izquierdo de Dios: Sandy Koufax fue más que solo un pitcher perfecto

Tom Verducci. 30-08-2014 En honor al aniversario 60 de Sports Illustrated, SI.com está reeditando, en su totalidad, 60 de las mejores historias publicadas en la historia de la revista. La selección de hoy versa sobre Sandy Koufax, a quién la revista nombró como su atleta favorito del siglo XX. Koufax, la persona más joven en ser electa al Salón de la Fama del béisbol, fue el primer pitcher en lanzar cuatro juegos sin hits ni carreras y ganar tres premios Cy Young. La historia, escrita por el periodista de Sports Illustrated Tom Verducci, apareció originalmente en el ejemplar del 12 de julio de 1999. Él siempre sentaba en el mismo reservado todo el tiempo. Siempre era el de la parte trasera, y más alejado de la puerta. El hombre delgado y buenmozo iba solo, sin su esposa, casi cada mañana a las seis en punto para desayunar en Dick’s Diner en Ellsworth, Maine, aproximadamente a 14 millas de su casa. A menudo usaba una de esas camisas de cuadritos negros y rojos que se esperan ver en Maine, aunque él no era cazador. Podría no haberse afeitado esa mañana. Caminaría por el largo mostrador del frente, el que tenía sillas giratorias que, bendito Señor, le daba a perfectos extraños licencia para desarrollar una conversación. Él prefería la zona de exclusividad claramente delineada de un reservado. Tamborilearía los dedos de aquellas famosas manos grandes sobre la superficie de fórmica de la mesa, había una de aquellas mini-rockolas a su izquierda, y le indicaba su orden a Annette, la mesera, con una voz tan suave y delicada como la miel. Él venía tan a menudo que la familia que administraba el local dejó de pensar en él como Sandy Koufax, uno de los pitchers más grandes que haya vivido. Ellos pensaban en él de la manera como Koufax quiso toda la vida que pensaran de él, como alguien mejor que un atleta famoso: Él era un asiduo visitante del lugar. Dick Anderson y su hijo Richard, mejor conocido como Bub, podían curiosear desde sus tareas cuando Koufax entraba, pero eso todo. Una vez Bub consiguió un autógrafo de él en una servilleta pero nunca habló de béisbol con él. Annette, la hermana de Bub, siempre trabajaba en la sección donde estaba aquel reservado trasero. Koufax fue a ese local por tres años y en ninguna ocasión habló voluntariamente con ella de su vida o su carrera. Siempre era una charla ínfima y educada. Normal. Koufax tenía 35 años, habían transcurrido cinco años desde su último envío, en 1966, cuando él fue con ganas, con ilusión, a Maine, el reservado trasero de Estados Unidos. Había visto una exhibición de fotografías en la revista Look sobre la propiedad campestre de Down East de un hombre llamado Blakely Babcock, un vendedor de semillas Burpee de 180 kg, un granjero a quién todos llamaban Tiny. Tiny invitaba a vecinos y amigos a fiestas y cenas, durante las cuales le gustaba consumir grandes cantidades de comida, luego sobaba su inmensa barriga y sonreía a su esposa, “Entonces ¿Qué tenemos de cena Alberta?” La casa de campo de Tiny en North Ellsworth, capturaba la atención de Koufax al tiempo que una de las amigas de su esposa remodelaba su casa de campo en Maine. ¿No sería perfecto, pensaba Koufax, vivir tranquilamente, casi en el anonimato, en una vieja casa de campo como la de Tiny? Alberta Babcock estaba sacando una bandeja caliente de ponquecitos de arándanos del horno cuando Koufax vio por primera vez el lugar en persona, la casa vieja de estilo Cape estaba tan llena de flores que parecía una pintura de acuarela hecha realidad. Koufax compró, y el 04 de octubre de 1971, Sanford y Anne Koufax de Los Angeles, al firmar el documento, se hicieron cargo de una hipoteca de 15 años y 15000 $ del Penobscot Saving Bank y compraron lo que era conocido como Winkumpaugh Farm, de Blakely y Alberta Babcock por alrededor de 30000 $. Se había cortado una cuerda. Había empezado el resto de la vida de Sandy Koufax. Los Babcock habían vivido en esa casa de campo desde 1962, pero nadie estaba seguro de cuan antíguo era el lugar. Los registros de propiedad se perdieron en un incendio de la alcaldía de Ellsworth en 1933, y los registros de 1944 ya catalogaban a la casa de campo como “vieja”. Incrustada en un costado de una montaña pequeña a donde se llega mediante un camino polvoriento llamado Happytown Road que cruza con otro llamado Winkumpaugh Road, la casa de campo era el escenario perfecto para un hombre esperanzado en desaparecer de la luz pública, aún cuando ese hombre fuese un reverenciado ícono estadounidense quien dominaba el arte del pitcheo tan bien como cualquiera que hubiese lanzado una pelota de béisbol. Un hombre tan obstinadamente modesto y privado que mientras estudiaba en la Universidad de Cincinnati mediante una beca de baloncesto, nunca le dijo a sus padres allá en Brooklyn que también jugaba con el equipo de béisbol. El hombre cuya madre revisó una de las primeras versiones de su autobiografía de 1966; Koufax, para saber más de su hijo. (“Nunca me dijiste nada”, le dijo ella). El hombre que en 1968, dos años después de retirarse con tres premios Cy Young, cuatro no-hitters y cinco títulos de efectividad, no mencionó nada de su carrera beisbolera al conocer a una joven mujer llamada Anne quien redecoraba la casa de playa de sus padres en Malibu. Koufax se ofreció para ayudarla a pintar. No fue sino hasta varios días después que ella supo su identidad, y él averiguó la de ella: Ella era la hija del actor Richard Widmark. Se casaron seis meses después en la casa del padre de ella al oeste de Los Angeles, frente a una docena de personas. Los dos últimos años que Anne y Sandy Koufax vivieron en la granja Wickimpaugh, fueron los primeros en la vida de Sandy cuando no tenía que ir ni a la escuela ni al trabajo. Luego de viajar a diario desde Maine durante el verano de 1972 en su sexta temporada como comentarista televisivo de la NBC, renunció con cuatro años pendientes de contrato. Le disgustaba su trabajo. Él podía hablar de cualquier pitcheo lanzado por cada pitcher en un juego sin haber escrito nada, pero había un problema. No le gustaba hablar de si mismo. En una reunión antes del quinto juego de la Serie Mundial de 1970, el narrador Joe Garagiola observó que el abridor de Cincinnati, Jim Merritt, tenía un brazo lesionado. “Le dije, ‘Sandy que tema tan apropiado para conversar. Tú pasaste por eso’”, dice Garagiola. “Pero él dijo que no quería hablar de si mismo. No lo haría.” “Cada vez que debía salir de Maine para trabajar en uno de esos juegos, eso rompía su corazón”, dice Majo Keleshian, amiga y antígua vecina que asistió con Anne al Sarah Lawrece College. Ella todavía vive sin televisión en la tierra que junto a su esposo compraron a Koufax. “El fue muy feliz aquí. Vino aquí para que lo dejaran en paz”. Desde entonces solo ha cambiado su dirección, y muchas veces. En eso DiMaggio, la otra leyenda beisbolera protector de la privacidad, era prácticamente inaccesible comparado con Koufax. DiMaggio era exclusivo, había adquirido la mano rígida de la realeza. Observábamos el cabello platinado de DiMaggio cuando hacía de pitcher de televisión e ícono público. Koufax es un James Dean viviente, el aura de su juventud está congelada en el tiempo, se le ha puesto gris el cabello sin que lo hayamos notado. Él es una esfinge sólo que no quiere que nadie trate de resolver su acertijo. Koufax fue el tipo de hombre que los muchachos idolatraban, los hombres envidiaban, las mujeres lo perseguían y los rabinos lo agradecieron, especialmente cuando rechazó lanzar el primer juego de la Serie Mundial de 1965 porque coincidía con Yom Kippur. Cuando de pronto, trágicamente, terminó su carrera como beisbolista, se internó en una vida casi monástica en su privacidad. Una pregunta viene a la mente ¿Por qué? ¿Por qué le dio la espalda a la fama y la fortuna, las sirenas gemelas de la celebridad? ¿Por qué el atleta más querido de su época se procuró una vida tranquila, la antítesis del sueño americano al final del siglo? Para la respuesta investigaré el alma de Sandy Koufax, la cual parece tan misteriosa como los bosques más profundos de Maine en una noche sin luna. Bob Ballard es un jubilado en Vero Beach, Fla., quien trabaja a medio tiempo como guardia de seguridad en Dodgertown, el lugar de entrenamientos primaverales más tranquilo de todo el béisbol. Alguna vez alrededor de 1987 él le dijo a la secretaria que trabajaba para Peter O’Malley, entonces el dueño de los Dodgers, cuanto le gustaría conseguir un autógrafo de Koufax para su cumpleaños. Pocos días después Koufax, quien trabajaba como instructor de pitcheo con los Dodgers, entregó a Ballard una pelota autografiada y le dijo: “Feliz cumpleaños”. Desde entonces, cada año en o alrededor del cumpleaños de Ballard, Koufax le ha llevado al señor una pelota autografiada. Este año Koufax programó la entrega del presente para el día del aniversario 79 de Ballard. “Él es un tipo super, super”, dice Ballard. “Muy cortés. Un verdadero caballero. Mucho más gentíl que estos peloteros de hoy”. Es un día maravilloso para jugar golf. Estoy parado en la tiendita del Bucksport (Maine) Golf Club, un campo rústico de nueve hoyos. El estacionamiento es de grava. Hasta las tarifas son módicas: 15 $ para jugar nueve hoyos, 22 $ por los 18, y se te indica jugar los tees blancos como los nueve de adelante, luego los azules como los nueve de atrás. No hay valet parking, ni carteles de exclusividad para miembros, ni otro tipo de privilegio. Este es el tipo de lugar que le agrada a Koufax. Estoy parado en la senda que tanta veces transitó con sus zapatos de golf hace un cuarto de siglo. Él era miembro del Bucksport Golf Club, uno de sus miembros más entusiastas. No era suficiente que jugara golf, él quería ser bueno lo suficiente para ganar torneos aficionados. Koufax estaba trabajando en el motor de un tractor cuando le vino un pensamiento sobre un cierto modo de agarrar un palo de golf. Soltó sus herramientas, corrió hacia su tienda de maquinarias, agarró un palo y siguió hacia el campo de Bucksport. Todavía usaba pantalones dungaree y una camisa grasienta cuando llegó. “Así de dedicado era al juego”, dice Gene Bowden, uno de sus viejos socios del juego. Koufax diligentemente disminuyó su desventaja a un seis y entró al torneo amateur de Maine 1973. Avanzó hacia las instancias elevadas del campeonato al realizar una colocada de 10 metros en el hoyo 18. Él falló en el próximo corte y perdió en el último hoyo de un playoff. Koufax destaca en cada escenario. Ron Fairly, uno de sus compañeros de habitación en los Dodgers, veía con exasperación como Koufax, vestido elegantemente para cenar en lustrosos zapatos de cocodrilo, pantalones corrugados y un sweater de alpaca color fruta, revisaría cada cabello en sus patillas. “Reservaciones en 15 minutos, y es una vuelta de 20 minutos”, anunciaría Fairly, y Koufax recortaría los cabellos hasta alinear las patillas perfectamente. Él llevó esa misma meticulosidad a Maine. No era suficiente practicar la carpintería y la electrónica del hogar, él construyó e instaló un sistema de sonido para la casa. No era suficiente cocinar, él se convirtió en cocinero gourmet, preparaba platillos sin seguir las recetas, sino sustituyendo ingredientes e improvisando. Más adelante en la vida no fue suficiente trotar; él corrió una maratón. No se conformó con pescar, se mudó a Idaho donde se hace una de las mejores pescas de salmón del mundo. Se define a si mismo por la plenitud de su vida y la excelencia que busca en cada esquina de esta, no de la forma como el resto del mundo lo define. “Pienso que él lanzaba por la excelencia”, dice Keleshian. “Nunca se propuso vencer a alguien o hacerlo deslucir. Se usaba a si mismo como su única medida de excelencia. Y era de esa manera en todo lo que hacía. Era un cocinero fabuloso, pero casi nunca estaba completamente satisfecho. Él decía, Ah, esto necesita un poco de sal o un poco de orégano, o algo. Una vez cada cierto tiempo, él decía, ¡ajá! ¡Esto es!” Walt Disney, John Wayne, Kirk Douglas, Daryl Zanuck y todas las otras estrella de Hollywood que tenían boletos de los juegos de los Dodgers cuando Koufax era la estrella más grande de Estados Unidos nunca fueron a la granja Winkumpaugh. Los fanáticos nunca fueron tampoco, aunque cada semana llegaba un saco grande con correspondencia de los fanáticos, aún siete años después que hiciera su último lanzamiento. El lugar era perfecto, todo bien. Él se podía desplazar sin agitación, sin tener que hablar de su tema menos favorito: él mismo. “Él dijo una vez que preferiría no hablar de béisbol y su carrera”, dice Bowden. “Y nunca lo hicimos”. “Cuando Hideo Nomo empezaba a destacar, Sandy me dijo, ‘Más le vale aprender a gustarle el servicio de habitación’”, dice O’Malley. “Así era como Sandy manejaba la atención”. Koufax casi nunca salía de su habitación de hotel en sus dos temporadas finales con los Dodgers. No fue suficiente que se mudara a una agradable casa de campo en Maine con un sótano lleno de filtraciones, él rápidamente compró casi 300 acres adyacentes a esta. Ni siquiera la serenidad de Maine, pudo aplacar la tendencia nómada de Koufax. Luego de tres años decidió que los inviernos eran muy largos y muy fríos. La casa de campo necesitaba trabajo constante. Su padre adoptivo enfermó en California. Koufax vendió la granja Winkumpaugh el 22 de julio de 1974, se fue a la más caliente y también rural localidad de Templeton, Calif., en San Luis Obispo County. Koufax tiene 63 años, está en muy buenas condiciones físicas, gracias a una cirugía de hombro hace pocos años, probablemente todavía capaz de hacer out a los bateadores. (A sus cincuenta años Koufax lanzaba en un campamento de fantasía cuando un participante, gritó después de uno de sus envíos, “¿Eso es todo lo que tienes?” Koufax apretó los labios y sus ojos casi se cerraron, en la misma postura emocional que mostraba en el montículo, y soltó un rectazo que zumbó hasta casi las 90 millas). El romance con Anne terminó con un divorcio a principios de los ’80. Él se volvió a casar pocos años después, esta vez con una entusiasta del ejercicio físico quién, como Anne, tenía pasión por las artes. Ese matrimonio finalizó en divorcio el pasado invierno. Los amigos dicen que Koufax está encantado de ser independiente otra vez. Lou Johnson un antíguo compañero de los Dodgers, dice, “Él tiene una paz interna muy profunda, ya quisiera tenerla”. Él es el niño de un matrimonio fracasado quien rechazó todo lo relacionado con su padre, incluyendo su nombre. Sanford Braun tenía tres años de edad cuando Jack y Evelyn Braun se divorciaron, y su contacto con Jack se rompió seis años después cuando Jack se volvió a casar y dejó de enviar los estipendios de manutención. Evelyn, una contadora, se casó con Irving Koufax, un abogado, poco tiempo después. “Cuando hablo de mi padre”, escribió él en su autobiografía, “Hablo de Irving Koufax, porque él ha sido para mí todo lo que un padre puede ser”. Koufax raramente le habló a Jack Braun, y para nada en sus días de jugador activo. Cuando los Dodgers jugaban en Shea Stadium, Jack se sentaba unas pocas filas detrás del dugout del visitador y aupaba al hijo que ni sabía ni le importaba que él estuviese ahí. Ahora hay solo un Koufax usando ese nombre. No tiene hijos, ni familia cercana, su madre y padre adoptivo fallecieron. La muerte de su única hermana, en 1997, tuvo un profundo impacto en un hombre que ha tenido muchas dificultades para enfrentar la muerte de amigos y otros jugadores de su época. “La gente reacciona de manera diferente”, dice O’Malley. “Sandy se toma las muertes muy, muy, muy a pecho”. Él tiene un pequeño círculo de amigos íntimos, y muchos otros allegados que siempre parecen estar a una o dos llamadas telefónicas de él. “Suena raro, pero aún siendo muy nómada, él es muy orientado hacia el hogar”, dice Keleshian. Su lista de direcciones donde ha vivido desde que dejó de jugar se lee como un directorio telefónico: North Ellsworth, Maine; Templeton y Santa Bárbara, Calif.; Idaho; Oregon (donde su segunda esposa administraba una galería); Carolina del Norte (donde él y su segunda esposa tenían caballos); y Vero Beach, sin mencionar largos viajes a Hawaii, Nueva Zelanda y Europa. Esta primavera él buscaba un nuevo lugar donde pasar el verano y una vez más puso el ojo en la Nueva Inglaterra rural. “Él no dice mucho de lo que tiene en mente”, dice Bobby McCarthy, un amigo dueño de un restaurante en Vero Beach que Koufax prefiere visitar cuando está cerrado. “Estamos sentados en el restaurante en la mañana, y esa noche lo veo en un juego de los Mets en Nueva York . Y él no me dijo nada esa mañana de que iba para allá. Pero así es Sandy”. A las 08:30 de la mañana de un agradable domingo de marzo, asisto a un servicio de capilla en la sala Sandy Koufax de Dodgertown. Jugadores y técnicos en sus fabulosamente blancos uniformes de los Dodgers están ahí, pero Koufax no. Los Dodgers brindan gloria a JesúsCristo cada domingo en la sala de conferencias nombrada en honor al beisbolista judío más grande que haya existido. Fuera de la sala hay una pintura de un joven Koufax sonriendo, como si estuviera en medio de un chiste. Donn Sutton es nativo de Clio, Ala., llegó a las Grandes Ligas a los 21 años en 1966, justo a tiempo. Su primera temporada fue la última de Koufax. Sutton dice, “Lo veía como se vestía, como daba propinas, como se manejaba a si mismo y supe que esa era la manera como se supone que debe actuar un grandeliga. Él era una estrella que no se sentía estrella. Ese es un don que no tiene mucha gente”. Tommy Hutton, quién creció en Los Angeles, también hizo su debut en Grandes Ligas con los Dodgers en 1966, entró a jugar en primera base en el noveno inning de un juego donde Koufax venció 5-1 a los Piratas el 16 de septiembre. Hutton, en la actualidad narrador de los juegos de los Marlins, dice, “Nunca olvidaré eso”. Después del juego se me acercó y dijo, ‘Felicitaciones’. Desde entonces, siempre he felicitado a cualquier jugador cuando debuta”. Estoy parado en un túnel debajo de las tribunas detrás del home en Dodger Stadium en una noche clara de verano en 1988. Koufax está aproximadamente a 25 metros frente a mí, sentado en una silla plegable en el infield mientras los Dodgers rinden honores a Sutton con el retiro de su número antes de un juego contra los Bravos. Cuando termina el homenaje, Sutton y sus invitados, los antíguos Dodgers Ron Cey y Steve Garvey entre ellos, pasan frente a mí hacia un ascensor que los lleva a un palco del estadio. Todos excepto Koufax. Se ha ido. Desaparecido. Indagué que luego de terminada la ceremonia el se levantó de su silla, caminó vigorosamente hacia el dugout de los Dodgers y siguió hacia el estacionamiento del equipo y se perdió en la noche. “Así es Sandy”, dijo un oficial del equipo. “Lo llamamos el fantasma”. Estoy buscando una aparición. Nunca vi a Koufax pitchear, nunca sentí la emoción que el mantuvo sobre el país. Solo tenía seis años cuando Koufax caminó hacia el salón Sansui del Regent Beverly Wilshire Hotel el 18 de noviembre de 1966, para anunciar su retiro del béisbol. Haberme perdido su brillantez, aumenta la fascinación. Para mí él es una película a blanco y negro proyectada en las alturas detrás del home, y un suplemento inmenso de estadísticas que bordea el absurdo. Un favorito. Cada vez que él subía al montículo, Koufax podía lanzar un blanqueo como podía golpear un bateador. Koufax tenía 30 años de edad cuando renunció. Las mujeres lloraron en la conferencia de prensa. Los reporteros lo aplaudieron, luego hicieron cola por su autógrafo. El mundo, incluyendo sus compañeros de equipo, estaba impactado. En los últimos 26 días de su carrera, incluyendo una derrota en la Serie Mundial de 1966, Koufax abrió siete veces, lanzó cinco victorias de ruta completa y tuvo una efectividad de 1.07. Él aseguró el banderín para los Dodgers por segundo año seguido con un juego completo con solo dos días de descanso. Todos sabían que estaba lanzando con artritis reumática en su codo izquierdo, pero ¿Qué tan negativo podía ser que lanzara así? Era tan negativo como esto: Koufax no podía estirar su brazo izquierdo, estaba arqueado como un paréntesis. Tenía que decirle al sastre que acortara la manga izquierda de todas sus camisas y sacos. El uso de su brazo izquierdo estaba limitado severamente cuando no lanzaba. En los días malos, tenía que doblar el cuello para acercar su cara a su mano izquierda y así poder afeitarse. Y en los peores días, él tenía que afeitarse con su mano derecha. Todavía sostenía el tenedor con su mano izquierda, pero algunas veces tenía que doblarse hacia el plato para llevarse la comida a la boca. Su codo era inyectado con cortisona varias veces en una temporada. Su estómago estaba siempre afectado por el coctel de antiinflamatorios que tomaba antes y después de los juegos, por lo cual dijo una vez que eso lo hacía sentirse “medio dopado en el montículo”. Metía su codo en un baño de hielo por 30 minutos después de cada juego, cubría su brazo con una cubierta plástica para protegerse del frío. Aún así su brazo se inflamaba una pulgada. Él no podía seguir así, no cuando sus médicos no podían determinar la posibilidad de que estaba arriesgándose a un daño permanente en su brazo. No todos estaban impactados cuando Koufax renunció. En agosto de 1965 le dijo a Phill Collier, periodista de The San Diego Union-Tribune para reunirse con él en una sala del clubhouse de los Dodgers. Koufax y Collier a menudo compartían asientos contíguos en los vuelos privados del equipo, hablaban de política, economía o literatura. “El año próximo será mi último”, Koufax le dijo a Collier. “La condenada cosa se inflamó toda. Y odio tomar píldoras porque disminuyen mis reacciones. Temo que alguien pueda batear una línea que me golpee en la cabeza”. Koufax no se lo dijo a nadie más, y le hizo prometer a Collier que no escribiría al respecto. Por lo que compartieron ese pequeño secreto durante la temporada de 1966. Cuando los Dodgers fueron a Atlanta, Collier le susurró a Koufax. “Será la última vez para ti aquí”. Y así fue exactamente como Koufax pitcheó esa temporada, como si no pasaría por allí otra vez. Él ganó un máximo vitalicio de 27 juegos, llevando su registro en sus seis temporadas finales a 129-47. Dejó marca de 11-3 en sus juegos de marcador 1-0. En 1965 y ’66 tuvo marca de 53-17 para el equipo que anotó menos carreras que todos menos dos equipos de la Liga Nacional. “Él es el pitcher más grande que haya visto”, dice el inquilino del Salón de la Fama Ernie Banks. “Aún puedo ver esa gran curva. Tenía un gran arco, y nunca rebotaba en el suelo. La curva de Sandy tenía más efecto que la de cualquiera, zumbaba como una recta saliendo de su mano, y tenía la recta de un ponchador genuino. Estallaba al final. El bateador hacía swing 15 centímetros por debajo de la pelota. La mayoría de las veces se sabía que lanzamiento venía, porque él mantenía las manos cercanas a la cabeza cuando lanzaba una curva, pero eso no importaba. Aún cuando anunciaba sus envíos, no podían conectarle”. Koufax era tan bueno, que una vez grabó un programa postjuego de radio con Vin Scully antes del juego. Era tan bueno, que los relevistas la noche anterior a sus aperturas se comportaban como los marineros antes de abandonar la costa. En una rara ocasión cuando Koufax falló en completar sus usuales nueve episodios, promedió 7.64 por apertura desde el ’61 hasta el ’66, el manager Walter Alston visitó a su pitcher mientras que el atolondrado Bob Miller calentaba en el bull pen. “¿Cómo te sientes Sandy? Preguntó Alston. “Seré honesto contigo”, dijo Koufax. “Me siento mucho mejor que el tipo que tienes calentando”. El 17 de noviembre de 1966, Collier llegó a su casa luego de ver el espectáculo Ice Capades y fue saludado con este mensaje de la persona que cuidaba a sus hijos: “El señor Koufax ha estado tratando de comunicarse con usted hace dos horas”. Collier sabía de que se trataba. Llamó a Koufax. “Voy a llamar a los medios en la mañana”, le dijo Koufax ¿Hay algo que necesites de mí ahora?” “Sandy”, dijo Collier, “Escribí esa historia hace meses. Está en la gaveta de mi escritorio. Todo lo que tengo que hacer es llamar y decirles que la publiquen”. Collier dice, “Fue la historia más grande que escribiera alguna vez. La publicaron en el tope de la primera página con un gran encabezado, como si fuese el fin de la segunda guerra mundial”. Yo había conseguido el número telefónico de la casa de Koufax en Vero Beach, pero no me atrevía a marcarlo. Aún a la distancia puedo sentir el campo de fuerza que él ha puesto a su alrededor. Acercarse con una llamada telefónica sorpresiva significa cierto desastre. He leído que Koufax odiaba tanto las intromisiones telefónicas durante sus días de jugador activo que una vez metió el aparato en el horno. Buzzie Bavasi, el gerente general de los Dodgers tenía que enviar telegramas a su casa diciéndole, “Por favor contesta”. Yo no llamo. Soy arqueólogo, debo indagar, pero con el toque delicado de cepillos y herramientas de mano. Agrego la ayuda de los amigos de Koufax. Ahora entiendo porque la gente con la que hablo de Koufax es aprensiva. Ellos preguntan, ¿Sandy sabe que estás escribiendo este artículo? (Si). Es como si hablar de él fuera en sí una violación de su código de honor. Hay un trabajador de la salud de 58 años de edad en Portchester, N.Y., llamado David Saks que asistió al campamento Chi-Wan-Da en Kingston, N.Y., en el verano de 1954. Koufax, quién es de Brooklyn, fue su consejero. “Él era ese tipo buenmozo y delgado, un gran atleta a quien seguían varios scouts profesionales con el propósito de firmarlo”, dice Saks. “Yo tenía 13 años, él 18. Todos estábamos pendientes de él. Pero aún entonces había señales de que él quería que las personas evitaran hacer ruido sobre él”. Saks necesitó un día para pensarlo antes de acordar compartir dos fotografías que tiene del campamento Chi-Wan-Da que incluían al Koufax adolescente. “Sabiendo como es él”, explica Saks. Saks no le ha hablado ni escrito a Koufax en 45 años. Sin embargo, tiene sueños recurrentes de reuniones felices con él. En Vero Beach, donde Koufax pasa mucho de su tiempo en la actualidad, la gente de la localidad prefiere no mencionar su nombre cuando se lo encuentran en público. Ellos dicen, “Hola, Sr. K.”, cuando se lo cruzan en la oficina de correos o, “Hola, mi buen amigo”, antes que informar a un turista y arriesgarse a crear uno de esos momentos que Koufax detesta. “Sandy tiene una manera productiva y calmada de ser”, dice Garagiola, presidente del Baseball Assistance Team (BAT), una institución caritativa que ayuda a antíguos peloteros en asuntos médicos o financieros. Garagiola llama algunas veces a Koufax para que hable con antíguos peloteros que pasan por momentos difíciles. “Él no puede entender eso”, dice Garagiola. “Tiene mucha modestia. Él dirá, ‘¿Para que quieren que hable con ellos?’ Él es un inquilino del Salón de la Fama en todos los sentidos. Dejará huella. Usted no se dará cuenta, ni yo, pero el tipo a quien esté ayudando si lo sabrá. Sobre todos lo demás, yo lo recordaré por sus sentimientos por sus colegas peloteros”. Había un jardinero llamado Jim Barbieri quien se unió a los Dodgers durante la carrera por el banderín de 1966. Era tan nervioso que hablaba solo en la ducha, y sentía tanta presión en el estómago que una vez vomitó en el clubhouse. Un día Koufax se refirió a Barbieri en el dugout y le dijo a Fairly, “Tengo una responsabilidad con tipos como él. Si lanzo bien de aquí en adelante, puedo doblar el ingreso de ese hombre”. Koufax, quién se refería al bono de la Serie Mundial, dejó marca de 8-2 en el resto de la temporada. Desde 1963 hasta ’66 tuvo marca de 14-2 en septiembre, con efectividad de 1.55. Temprano en aquella temporada de 1966 una cadena de televisión le ofreció a Koufax 25000 $ por permitirle a sus cámaras seguirlo dentro y fuera del campo. Koufax dijo que lo haría por 35000 $, y sólo si ese dinero fuese dividido de manera que cada jugador, técnico y masajista de los Dodgers recibiera 1000 $. Koufax asiste a la cena del BAT de Garagiola cada invierno, y siempre congrega la multitud más grande entre todos los inquilinos del Salón de la Fama que firman autógrafos durante la hora del coctel. “Yo crecí en Brooklyn”, dice Lester Marks de Ernst and Young, la cual aseguró presencia en la mesa de Koufax este año. “Yo iba a Ebbets Field todo el tiempo. Tengo 52 años. Pensaba que haber visto lanzar a Sandy Koufax era la experiencia de una vida, pero conocerlo como adulto fue una experiencia mayor. Mis invitados estaban impactados de cuan caballero con los pies sobre la tierra es él”. Después de la cena de este año caminé a través del salón lleno de personas hacia la mesa de Koufax, solo para verlo hacer todo lo posible para llegar a un area segura del lugar. Posó para fotografías con los campeones de Toms River, N.J., de las pequeñas ligas. Entonces se fue, esta vez para una noche de refrescos en Manhattan con el pitcher de los Mets Al Leiter, l.o mas cercano a un protegido que Koufax tenga en el béisbol Debo mencionar que conocí a Sandy Koufax desde hacía unos pocos años, antes de embarcar en esta cruzada de averiguar su esencia. Yo estaba en Dodgertown, parado al lado de una hilera de seis montículos de lanzar adyacentes al clubhouse de los Dodgers. “Tierra sagrada”, como la llama el antíguo pitcher de los Dodgers Claude Osteen, al notar que fue aquí que Branch Rickey colgó sus famosas tiras para delinear los límites de una zona de strike en la cual cada pitcher de los Dodgers desde Newcombe hasta Koufax, Sutton, Hershiser practicaron puntería. (Koufax era tan descontrolado cuando novato que el coach de pitcheo lo llevó a un montículo detrás del clubhouse para que no se avergonzara a si mismo delante de los compañeros y aficionados). Bronceado e inclinado, Koufax lucía como si acabara de llegar del malecón para observar lanzar a los pitchers de los Dodgers. Llevaba sandalias, pantalones cortos y una camisa de polo. Le dije algo sobre la extinción del strike alto. Koufax dijo que no había necesitado de ese lanzamiento en strike para inducir a los bateadores a hacerle swing a su recta alta. Cuando seguí con una pregunta sobre si el beisbol debería favorecer el strike alto en la zona de strike de la actualidad. El rostro de Koufax se contrajo. Casi pude oir las alarmas sonando en su cabeza, su sistema de advertencia anunciando, ¡Esto es una entrevista! Él sonrió de manera gentil pero dolorosa y dijo casi en susurros, “Preferiría que no”, y se fue. Cuando los reporteros indagadores están ausentes, ese pedestal solitario llamado montículo de pitcheo todavía le proporciona placer a Koufax. Él es el James Bond de los coaches de pitcheo. Su trabajo es rápido, limpio, estilístico en su esencia y es hecho usualmente en secreto total. Ha tutoreado a Dwight Gooden de Cleveland y Chan Ho Park de los Dodgers con sus curvas y a Mike Hampton de Houston en su confianza; convenció a Kevin Brown de los Dodgers que estaba bien dirigir sus envíos con sus gluteos, y le enseñó al antíguo Dodger Orel Hershiser a entrar a la caja de lanzar con la parte delantera de la planta del pie en la tierra y el talón sobre la goma. Hershiser quitó varios ganchos de la parte trasera de su zapato derecho para sentirse más cómodo con el estilo de Koufax de entrar a la caja de lanzar. Koufax ha tratado desde 1982 de enseñarle su técnica de la curva al cerrador de los Mets, John Franco. “No lo puedo hacer”, dice Franco. “Mis dedos no son lo suficientemente grandes para lograr ese tipo de agarre”. Koufax fue el prototipo de Dios para un pitcher: fuertes músculos en la espalda, brazos largos para apalancar y dedos largos para darle ese efecto extra a la recta y la curva. La pelota de béisbol la llevaba tan abajo como la parte superior de su tobillo cuando se echaba hacia atrás para lanzar desde ese calmado momento de su mecánica, como un tren de carga subiendo una colina, justo antes de mover su peso y descargar su cuerpo hacia el plato. Su curva por encima del brazo era viciosa porque sus largos dedos le permitían hacer girar la pelota más rápido que nadie más. La mayoría de los pitchers usa su pulgar para generar efecto, empujandola con este desde el fondo de la pelota hasta la parte trasera de esta. Koufax podía colocar el pulgar en el tope de la pelota, como una guía, similar a lo que hace un baloncetista al hacer un tiro al aro, usa su mano libre a un costado del balón, porque sus dedos largos hacían todo el trabajo, halaba hacia abajo la pelota con un movimiento malicioso. Los días que no lanzaba, a Koufax le gustaba sostener una pelota con sus agarres de recta y curva porque él creía que así fortalecería los músculos y tendones de su mano izquierda sólo con el mínimo esfuerzo. Koufax puede ser el mejor coach de pitcheo vivo, aunque el no quiere reconocimiento por la gran fama y demanda que tuvo en su tiempo. Él no puede ser dejado de lado con facilidad como una hoja arrastrada por el viento. Luego de renunciar a NBC en 1973, Koufax no aceptó otro trabajo hasta 1979, cuando explicó que su regreso a los Dodgers como coach de pitcheo de ligas menores fue debido en parte a dificultades financieras. Koufax lanzó 12 años en las mayores y solo acumuló 430.500 $ en salarios. Él había rechazado ofertas para suplementar sus ingresos con quizás dos shows de barajitas al año. En los ’80 Koufax disfrutó quedarse bajo el radar de las Grandes Ligas mientras hacía su labor como coach de ligas menores con los Dodgers, en lugares como San Antonio, Albuquerque y Great Falls, Mont., donde le gustaba quedarse hasta tarde hablando de pitcheo con los jugadores y el cuerpo técnico. Le gusta ayudar a los jugadores jóvenes. En Great Falls él vio el potencial de un pitcher derecho con quién la organización estaba desilusionada por ser muy temperamental. “Él tiene el mejor brazo del grupo”, dijo Koufax. “Quédense con ese muchacho”. Tenía razón sobre John Wetteland, el cerrador de los Rangers de Texas, ahora en su undécima temporada como uno de los relevistas cortos más confiables del béisbol. Koufax renunció abruptamente a los Dodgers en febrero de 1990. O’Malley había pensado que le hacía un favor a Koufax al ordenar al director de las granjas que recortara las asignaciones de Koufax en 1989, pero Koufax le dijo a O’Malley, “Pienso que no me merezco lo que me estás pagando”. También pasó un rato desagradable cuando uno de los contadores de los Dodgers le devolvió una factura de gastos por un asunto trivial. Desde entonces Koufax ha trabajado de manera honoraria, listo para ayudar a sus amigos. El analista de béisbol de Fox, Kevin Kennedy, quien carga una nota escrita a mano por Koufax en su cartera, lo invitó al entrenamiento primaveral de 1993 cuando Kennedy era manager de los Rangers de Texas. Koufax se quedó una semana, insistiendo que usaría una indumentaria sin distintivos con una gorra azul en vez del uniforme oficial del equipo. “De veras lo disfrutó”, dice Osteen, quién era el coach de pitcheo de Kennedy. “Cada noche salíamos a cenar y hablábamos de béisbol toda la noche. Al final de la semana dijo, ‘¿Sabes? De verdad pase buenos momentos aquí’. Yo estaba en el piso. Para él agradecer por como se sentía era algo muy, muy importante. Creanme. Podría decir que él había extrañado el juego. Pero a la vez, luego de una semana, estaba listo para regresar a su vida privada. Una semana era suficiente”. El año pasado Koufax visitó el campamento de los Mets en Port St. Lucie, Fla., como un favor al dueño Fred Wilpon, un antíguo compañero en Lafayette High School de Brooklyn, y Dave Wallace, era el coach de pitcheo de los Mets, quien compartió con Koufax cuando este trabajaba en el sistema de ligas menores de los Dodgers. Koufax se sentó enfrente de la fila de casilleros asignados a los pitchers de los Mets y empezó a hablar. El grupo creció, formaron un círculo cerrado como de Boy Scouts alrededor de una fogata. Koufax miró a Leiter, tambien zurdo, y dijo, “Al, has tenido una buena carrera. Lanzaste en la Serie Mundial. Pero puedes ser mejor”. “Lo sé”, dijo Leiter. “¿Me puedes ayudar?” A Koufax le gustó eso. Le mostró a Leiter como solía entrar a la caja de lanzar. Le preguntó a Leiter sobre donde apuntaba cierto pitcheo, y cuando Leiter dijo, “Pienso en la mitad de afuera…” Koufax lo interrumpió. “¡Detente!”, dijo. “Nunca pienses en la mitad de afuera. Piensa en un lugar de la esquina de afuera. Piensa en lanzar la pelota a la esquina trasera del plato, no hacia este”. En lo que Koufax enfatizó más fue que Leiter necesitaba lanzar afuera con más frecuencia ante los bateadores derechos. Koufax vivió de las rectas en la esquina de afuera. Leiter, quién dice que muchos bateadores de hoy persiguen pelotas afuera, prefiere lanzar rectas cortadas a sus nudillos. Pero Koufax le mostró a Leiter como hacer que la pelota se vaya lejos de los bateadores derechos al cambiar en una pulgada el lugar donde aterrizaría su pie derecho y al dejar que sus dedos vayan suavemente hacia la mitad interna de la pelota, Y Koufax compartió la lección que salvó su carrera, la lección que le llevó seis años en las Grandes Ligas para aprenderla: Una recta se comportará mejor, con sólo la suficiente fuerza y un mejor control, si aflojas la pelota un poco. “Quitándole la rudeza”, así lo explicó Koufax. En 1961 Koufax era un pitcher con un registro vitalicio de 36-40 con muchos problemas de control. Estaba programado para lanzar cinco innings en el juego B de los Dodgers en el entrenamiento primaveral ante los Mellizos en Orlando, pero el otro pitcher perdió el vuelo, y Koufax dijo que trataría de lanzar siete innings. Su receptor y compañero de habitación, Norm Sherry, le pidió que bajara un poco la intensidad de su recta, lanzara su curva y acertara en los blancos que le mostrara. Koufax no tenía nada que perder: el manager Walter Alston y el personal de la oficina principal estaban en el juego A. El coro de ángeles sonó fuerte en medio de una impactante luminosidad. Koufax lo logró. Lanzó siete innings sin hits ni carreras, como lo escribió en su libro, “Llegué a casa como un pitcher diferente al que se había marchado”. Pocas semanas después que Koufax hablara con el cuerpo técnico de los Mets, un excitado Wilpon se acercó a Leiter en el clubhouse y dijo, “No sé que hiciste con Sandy, pero él quiere que tengas el número telefónico de su casa. Nunca lo he visto hacer esto antes con ningún pelotero. Si alguna vez quieres hablar con él, sólo llámalo”. Leiter dice que utilizó la línea llama a una leyenda tres o cuatro veces. “No estaba seguro de que hacer”, dice. “No quería llamar mucho para que no fuera a pensar que estaba abusando de nuestra amistad. Por otro lado, no quería dejar de llamar, y que él pensara, ‘Ese tipo no me necesita’. Es una situación delicada, ¿me explico? Pero Sandy es buena gente. Muy buena gente”. A los 32 años, Leiter tuvo la major temporada de su carrera (17-6, 2.47). “Acepté la idea de lanzar afuera con más frecuencia”, dice. “Las veces que lo hice más a menudo fueron los tres o cuatro juegos más dominantes que tuve en todo el año”. A Koufax le gusta desplazarse desapercibido en Dodgertown durante el entrenamiento primaveral, estaciona su convertible Saab o su Jeep Wagoneer en un estacionamiento trasero, visita a O’Malley si ve el camino libre hacia la Villa 162 y observa a los pitchers lanzar en la tierra sagrada de los montículos de práctica. Él ha notado que hay muchos más micrófonos y cámaras en Dodgertown desde que Rupert Murdoch compró el equipo el año pasado. Él no es feliz con eso. Estoy conversando con Bobby McCarthy, amigo de Koufax de Vero Beach, durante un juego de exhibición en Dodgertown cuando Dave Stewart, un antíguo alumno de Koufax (quién entrenó al cuerpo de lanzadores de los Padres de San Diego ganadores del banderín del año pasado”), pasa por ahí. “Estábamos hablando de Sandy”, dice McCarthy. “Ah,¿Sí?”, dice Stewart. “Lo acabo de ver en el clubhouse”. Vuelo, pero cuando llego al clubhouse, el fantasma se ha desvanecido. Puedo oler los vapores etereos. Pocos días después tengo la versión oficial de un miembro de círculo íntimo de Koufax: “Él no quiere hablar. Está en la posición de que no le importa lo que la gente escribe, no quiere decir nada. Lo siento”. Recurro a mi último cartucho. El número telefónico de su casa. No he necesitado de esta clase de coraje para usar un teléfono desde que invité a la chica con quien salía a nuestra fiesta de graduación de secundaria. El teléfono suena. Recuerdo el código: La contestadota funciona si él está en la ciudad, no lo hace si no está. El teléfono sigue sonando. Es el día inaugural de la temporada de 1999. Estoy parado ante la casa en la granja Winkumpaugh. O lo que queda de ella. Se quemó completamente hace 22 días. Estoy viendo un hueco de cemento en el suelo lleno de cenizas, basura y la base de una chimenea. Parado junto a mí esta Dean Harrison, un enfermero de cuidados intensivos de 45 años de edad quién creció en West Orange, N.J., aupando a Koufax. Él compró la propiedad el año pasado y vive en una casa arriba en la colina. Cuando se le va la electricidad durante una tormenta de invierno, llama a la compañía de servicios y dice, “La línea de Koufax está caida”. Y ellos saben exactamente donde está el problema. El sabe la historia del lugar. Koufax vendió la granja Winkumpaugh a Herbert Haynes de Winn, Maine, quién la vendió tres meses después a John y Kay Cox de Mare Isaland, Calif., Cox era un dueño ausente que alquilaba la granja cuando podía. La gente joven la usaba como casa de fiestas. Reparaciones impostergables nunca fueron hechas. Cuando Henderson la compró el otoño pasado, la granja Winkumpaugh estaba en muy malas condiciones. “Quería salvarla”, dice él. “Había llegado retardado 30 años”. Finalmente decidió donar la casa de campo al departamento de bomberos de Ellsworth. Cuando la compañía de bomberos fue a la casa el 14 de marzo, había parches de tierra mostrando lo que había quedado del último deslizamiento de nieve del invierno. Lo primero que hicieron los bomberos fue agarrar piezas de la vida de Sandy Koufax. Sacaron baldosas de los pisos y pedazos de cubiertas de las paredes. Un policía, Tommy Jordan, lanzó dos llaves de fregadero y una pequeña pila de ladrillos en la parte trasera del camión. Luego de este asomo de remoción, los bomberos practicaron unos pocos rescates con un fuego controlado, entonces esparcieron heno sobre los viejos pisos de madera de la granja Winkumpaugh y aplicaron candela. El viejo lugar se encendió muy rápido, se consumió antes que una lágrima pudiese caer sobre la nieve. Luego que el fuego consumió todo, Keleshian llegó a las ruinas y agarró algunos clavos viejos de cabeza cuadrada. También tomó algunos residuos carbonizados de la casa de campo, con los cuales ella planea dibujar de memoria dos pinturas de la granja Winkumpaugh, una de Anne y una de Sandy. El sol de principios de primavera me mantiene caliente mientras comienza a ocultarse detrás de la montaña a través del valle. La quietud de North Ellsworth es profunda, sólo alterada por el suave susurro del viento a través de los pinos y las ramas desnudas de los robles y manzanos. La casa de campo ha desaparecido, y aún la veo claramente. Veo la veleta del clima en el tope de la pequeña cúpula, los dormitorios del segundo piso, el porche interno y el tablón debajo del techo que dice WINKUMPAUGH FARM en letras negras. Puedo oir música clásica sonar a través de cornetas hechas en casa. Puedo oler la cena esparcirse por la casa. Sin tener la receta, Sandy prepara el guiso de repollo de su abuela. Está rodeado de amigos, sonrisas, el brillo de un fogón de leña y la calidez de paredes cargadas de libros. Él es hogar. Koufax siempre detestó cuando la gente lo describía como un recluso, he llegado a entender cuan equivocada está esa etiqueta. Un recluso no toca a tanta gente con lecciones de generosidad, humildad y el Zen de la pelota en curva, toda una vida. He reconstruido su casa de campo en mi mente, y es más impresionante y hermosa de esta manera. ¿Porqué no debería hacer lo propio al tomar la medida del hombre que una vez vivió ahí? ¿Cada vacío debe ser llenado, sin dejarnos espacio para construir partes de él como las deseamos? Lo que no vemos puede ayudarnos a mantenerlo joven por siempre, real para sí, una inspiración eterna. Al mirar las ruinas de la granja Winkumpaugh a mis pies, me doy cuenta que no necesito el número telefónico de Vero Beach. He encontrado a Sandy Koufax. Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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