MARI MONTES
Una de las máximas del deporte dice que “Todos los récords están para romperse”, sin embargo, al menos en béisbol, eso no es tan cierto.
Entre las muchas frases que se recuerdan de las que se atribuyen a Yogi Berra, está esta: “Sabía que el récord duraría hasta que alguien lo rompiera”. No obstante, hay proezas que no se volverán a ver.
Presentamos estos récords iniciando con uno muy empinado, impuesto por la pareja de Ken Griffey senior y Ken Griffey junior.
El 14 de septiembre de 1990, ante Kirk McCaskill, los Griffey conectaron cuadrangulares consecutivos. Para repetir algo así, el padre debería tener una larga carrera (la de Ken Griffey senior se extendió veintidós temporadas), para poder coincidir en una alineación con el hijo, uno tras el otro, y que ambos conecten jonrones en el mismo episodio.
Los cambios que ha experimentado el béisbol no permiten pensar en carreras tan longevas, así que los récords impuestos por jugadores que estuvieron más de dieciocho años uniformados, son muy esquivos.
En este momento es imposible imaginar que un pelotero pueda jugar más de dos mil seiscientos treinta y dos juegos consecutivos, para superar el récord de Cal Ripken junior. “El hombre de hierro” esperó casi cincuenta y seis años para igualar la marca de Lou Gehrig de dos mil ciento treinta juegos seguidos. Fueron dieciséis temporadas consecutivas sin faltar a un juego. Luce imposible siquiera acercarse a la marca de Ripken, en tiempos en que los jugadores van a la lista de lesionados por un malestar. Nada criticable, pero es un hecho. Ripken también se enfermaba, sentía dolores musculares o le dolía la cabeza, pero jugaba.
Ricky Henderson, el más prolífico estafador de la historia del juego, acumuló mil cuatrocientas seis bases robadas. El robo de base es una jugada que, de acuerdo con los cambios que ha experimentado el béisbol en los últimos años, es cada vez menos ejecutada.
Y ya que tocamos el robo de base, agregamos la seguidilla de nueve temporadas siendo líder en estafas de nuestro Salón de la Fama, Luis Aparicio. Es parte de la historia del béisbol el hecho de que Aparicio rescató esta jugada ofensiva que estaba en desuso, tal como lo resalta su placa en Cooperstown. Bueno, el robo de base cayó en desuso otra vez.
El récord de cincuenta y seis juegos consecutivos conectando imparables de Joe DiMaggio en 1941 está inscrito en la lista de los más difíciles de romper. Siempre que una seguidilla pasa de los veinte desafíos, comienza a calibrarse la dificultad de la hazaña del Yankee Clipper. Quien más cerca ha llegado es Pete Rose, con cuarenta y cuatro juegos disparando hits.
Y ya que hablamos de Rose, los cuatro mil doscientos cincuenta y seis imparables que dejó en su cuenta es una vara muy alta en ese departamento. No pareciera que se pueden sumar tantos batazos a terreno de nadie como lo hizo Pete Rose. Tal vez es alcanzable si el bateador se mantiene sano y productivo, ahí está la dificultad y el mérito de Charlie Hustle, como era conocido Rose.
La marca de Ted Williams, con ochenta y cuatro juegos al hilo embasándose por hit, boleto o bolazo, no ha sido superado todavía. Aún así es de los menos imposibles en la lista.
En cambio, el que dejaron Nick Altrock y el cubano Orestes “Minnie” Miñoso se cuenta entre los que quedarán para siempre, a menos que ocurra un milagro. Ellos son los únicos jugadores que han podido participar en al menos un juego por cinco décadas en las Grandes Ligas.
Aquel inning insólito en el que el tercera base dominicano de los Cardenales de San Luis, Fernando Tatis, disparó dos jonrones con las bases llenas en el mismo inning, ante el mismo pítcher, Chan Ho Park, en el Dodger Stadium. Nadie lo ha vuelto a hacer y es bastante improbable que otro manager corra el riesgo de propiciar que esta hazaña se repita.
Satchel Paige debutó a los cuarenta y dos años de edad en 1948. Paige era un brillante lanzador en la Negro League y no estuvo antes en las Mayores debido a la barrera racial. En aquel tiempo fue una rareza, y hoy en día sería impensable ver a un «rookie» de tantos años.
Y ya que mencionamos un lanzador, sigamos con los pítchers.
El número de victorias de Al Spalding, quien ganó cincuenta y cuatro juegos en 1875, es imposible de igualar, aún sumando dos temporadas brillantes de cualquier lanzador ganador. Imagínense, si hoy día un pítcher tiene poco más de treinta salidas, ¿cómo alguien podría llegar a ese número?
El récord de las quinientas once victorias de Cy Young, cuando vemos lo dificilísimo que es ganar trescientos, también es imposible. Antes, un lanzador podía salir a pitchear en días seguidos, ahora eso es inimaginable. Si pasa, es esporádicamente.
Continuando con los récords de los serpentineros, para alcanzar este, habría que bordar tres no hitters. Cuenta la historia que el 11 de junio de 1938, en su segunda temporada en la Gran Carpa, Johnny Vander Meer logró su primer juego sin hits ni carreras en el Crosley Field de Cincinnati, ante los Bravos de Boston dirigidos por Casey Stangel. Había cinco mil doscientos catorce asistentes en el parque, pero no estaba Lois Stewart, novia del joven lanzador nacido en New Jersey. Según los cronistas de la época, la muchacha no era muy conocedora del béisbol y no entendió en su dimensión la hazaña que significaba lograr un juego sin hits ni carreras.
Cuatro días después de lograr la joya ante los Bravos de Boston, el 15 de junio, los Rojos fueron de visita a Nueva York para enfrentar a los Dodgers de Brooklyn, en Ebbets Field. Entonces Vander Meer le dijo a su novia, quien vivía en New Jersey: “Quédate esta noche a ver el juego y yo lanzo de nuevo un juego sin hits, así lo entenderás”. Increíblemente repitió la inusual proeza. Maniató a los Dodgers, aunque dio ocho boletos al tiempo que abanicó a siete con ochenta y seis lanzamientos. Cincinnati ganó 6 por 0 a los dirigidos por Burleigh Grimes.
Los doscientos tres juegos consecutivos completos lanzados por Jack Taylor entre finales del siglo diecinueve y principios del veinte, es una marca que no se va a igualar, no hay manera de pensar que un jugador lo haga siquiera en dos juegos en fila. Aquel béisbol era muy diferente a lo que hoy vemos. Los pítchers trabajaban los nueve episodios y los días de descanso eran menos, incluso lanzaban en días seguidos.
Y cerramos los récords de los lanzadores, con este del tres veces ganador del Cy Young y Salón de la Fama de Cooperstown, Jim Palmer, el único que en toda su carrera jamás permitió un jonrón con las bases llenas. Palmer estuvo en diecinueve temporadas (todas con los Orioles de Baltimore), equivalentes a tres mil novecientos cuarenta y ocho innings y trescientos tres cuadrangulares permitidos.
Terminamos como abrimos, con una hazaña de padre e hijo. El mismo receptor, Baudilio Díaz, recibió dos juegos sin hits ni carreras, primero al padre, Urbano Lugo y catorce años más tarde al hijo de este, recordado como “Urbanito”, ambos contra el mismo equipo, Tiburones de la Guaira, en el mítico parque de la Ciudad Universitaria de Caracas. El del hijo le dio a los Leones un título de campeones de la LVBP.
Hay récords que se hicieron para permanecer.
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