Había algo casi mecánico en ellos, pero no en el sentido inerte que suele tener esa palabra. Los Rojos de Cincinnati de la década de 1970, *La Gran Máquina Roja*, eran una máquina que rugía, que chispeaba, que funcionaba con ritmo y pasión. Cada pieza parecía perfectamente afinada, cada engranaje zumbando en armonía. Y en el centro de todo, tres hombres que no solo jugaban béisbol, sino que lo definían: Joe Morgan, Pete Rose y Johnny Bench.
Entre ellos, dominaron la década. Cinco premios MVP (1970, 1972, 1973, 1975 y 1976), todos en el mismo vestuario, rebotando en el dugout como oro precioso. Bench y Morgan ganaron dos cada uno, Rose uno, y juntos construyeron algo que no era solo un equipo, sino una dinastía.
Imagínenlo. El Riverfront Stadium repleto y vibrando, el aire impregnado del olor a palomitas de maíz y el calor del verano. Bench, agachado tras el plato, era el receptor de voluntad férrea, con un brazo potente y nervios de acero. Morgan, compacto y eléctrico, se movía con agilidad desde la primera base, siempre un paso adelante, con el brazo izquierdo listo para lanzarse con ese famoso movimiento de "ala de pollo". Y Rose, implacable, apasionado, incontenible, se lanzaba a toda velocidad por la línea de base con esa zambullida de cabeza que le dejaba tierra en los dientes y miedo en el corazón de cualquiera que osara desafiarlo.
No solo ganaban partidos. Los devoraban.
1975 y 1976 no fueron solo años de campeonato; fueron declaraciones. Declaraciones de que el béisbol podía ser bello y brutal, elegante e implacable. Cuando salían al campo, se podía sentir: esa energía. La Gran Máquina Roja no era solo un apodo; era una fuerza viva y palpitante.
No es de extrañar, en realidad, que los premios llegaran. ¿Cómo no iban a llegar? Cuando tu equipo está repleto de leyendas que se impulsan mutuamente a superarse, la excelencia se vuelve contagiosa. Morgan con su precisión, Rose con su obsesión, Bench con su genialidad: cada uno jugaba como si la temporada dependiera de cada lanzamiento, cada swing, cada latido.
Dinastías como esas no se ven a menudo. Brillan con fuerza, luego se apagan, dejando ecos: historias contadas en bares, en salas de estar, en conversaciones nocturnas entre aficionados que recuerdan lo que *se sentía* la grandeza. Y si alguna vez viste a los Rojos en esos años, no solo viste béisbol. Fuiste testigo de la historia: vestidos de rojo, moviéndose como un reloj y sonriendo mientras el resto de la liga intentaba seguirles el ritmo.
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