martes, 4 de noviembre de 2025

Los Rojos de los 70. Una máquina engrasada

Había algo casi mecánico en ellos, pero no en el sentido inerte que suele tener esa palabra. Los Rojos de Cincinnati de la década de 1970, *La Gran Máquina Roja*, eran una máquina que rugía, que chispeaba, que funcionaba con ritmo y pasión. Cada pieza parecía perfectamente afinada, cada engranaje zumbando en armonía. Y en el centro de todo, tres hombres que no solo jugaban béisbol, sino que lo definían: Joe Morgan, Pete Rose y Johnny Bench.

Entre ellos, dominaron la década. Cinco premios MVP (1970, 1972, 1973, 1975 y 1976), todos en el mismo vestuario, rebotando en el dugout como oro precioso. Bench y Morgan ganaron dos cada uno, Rose uno, y juntos construyeron algo que no era solo un equipo, sino una dinastía.

Imagínenlo. El Riverfront Stadium repleto y vibrando, el aire impregnado del olor a palomitas de maíz y el calor del verano. Bench, agachado tras el plato, era el receptor de voluntad férrea, con un brazo potente y nervios de acero. Morgan, compacto y eléctrico, se movía con agilidad desde la primera base, siempre un paso adelante, con el brazo izquierdo listo para lanzarse con ese famoso movimiento de "ala de pollo". Y Rose, implacable, apasionado, incontenible, se lanzaba a toda velocidad por la línea de base con esa zambullida de cabeza que le dejaba tierra en los dientes y miedo en el corazón de cualquiera que osara desafiarlo.

No solo ganaban partidos. Los devoraban.

1975 y 1976 no fueron solo años de campeonato; fueron declaraciones. Declaraciones de que el béisbol podía ser bello y brutal, elegante e implacable. Cuando salían al campo, se podía sentir: esa energía. La Gran Máquina Roja no era solo un apodo; era una fuerza viva y palpitante.

No es de extrañar, en realidad, que los premios llegaran. ¿Cómo no iban a llegar? Cuando tu equipo está repleto de leyendas que se impulsan mutuamente a superarse, la excelencia se vuelve contagiosa. Morgan con su precisión, Rose con su obsesión, Bench con su genialidad: cada uno jugaba como si la temporada dependiera de cada lanzamiento, cada swing, cada latido.

Dinastías como esas no se ven a menudo. Brillan con fuerza, luego se apagan, dejando ecos: historias contadas en bares, en salas de estar, en conversaciones nocturnas entre aficionados que recuerdan lo que *se sentía* la grandeza. Y si alguna vez viste a los Rojos en esos años, no solo viste béisbol. Fuiste testigo de la historia: vestidos de rojo, moviéndose como un reloj y sonriendo mientras el resto de la liga intentaba seguirles el ritmo.

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